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2022-08-20 06:53:45 By : Mr. Johnny chan

Tengo la costumbre de ir al Museo del Prado y suelo pensar que el amor por la paleta velazquiana, la oscuridad goyesca y la mugre en las uñas de los personajes que retrataba Ribera debe tener que ver con algo similar a un sentir patrio. La elevación a la que una llega con la contemplación de sus obras es, seguramente, uno de los pocos momentos en los que almas dispares consiguen comulgar.

No sé qué sentís vosotros delante del Marte de Velázquez, pero yo soy capaz de transmitir el entusiasmo que me producía, cuando empecé a pintar, imaginar que acompañaba al pintor en su trabajo: mostrábamos un poco más el muslo arremangando el paño azul que le cubría la pierna al dios aunque la pintura ya estuviera seca y el arrepentimiento quedara a ojos de todos, o resolvíamos el rostro con cuatro empastes en las zonas de luz, dejando el resto en la penumbra.

Mirando otra pintura de gran contenido —plástico y narrativo— en la zona de sombra, y después de que el crítico con quien estaba hubiera dedicado gran tiempo a analizar la zona de luz, pensé: “Ahí es donde debemos vivir nosotras, donde nadie mira”, pero fui incapaz de ser crítica con el hecho de que en mis frecuentes rutas por el museo solo hubiera paradas obligatorias delante de obras firmadas por hombres.

En 2019, el Prado sacó de los almacenes una pintura que lleva por título El Cid. Llevaba guardada desde que fue donada en 1879, y la firma Rosa Bonheur, una pintora francesa del XIX que alcanzó gran fama en vida. Donde críticos y visitantes veían lucidez, limpieza y brillo, yo veía una excesiva necesidad de gustar, del Cid me molestaban incluso las relamidas salidas decorativas de la firma. ¿Quién era aquella mujer y por qué me provocaba malestar en un momento en el que tenía que estar celebrando que la obra de una de las nuestras salía de las tinieblas? Rosa Bonheur se cortó el pelo, consiguió un permiso para poder ir vestida con ropa de hombre e introdujo las piernas en el barro dispuesta a pintar todo lo que se le pusiera a tiro. Fue ganadora de una medalla en el Salón de París, oficial de la Legión de Honor, comandante de la Orden de Isabel la Católica y de la Orden de Leopoldo de Bélgica, amiga de la reina Victoria. “Censuro tajantemente a las mujeres que renuncian a su atuendo habitual con el deseo de hacerse pasar por hombres”, escribió; “por lo tanto, si usted me ve así vestida, no es en absoluto con la intención de darme aires, como han hecho demasiadas mujeres,” mi malestar crecía, “sino simplemente para facilitar mi trabajo”.

Pasó su vida entre el campo, el matadero, y las carnicerías tomando apuntes de cabezas y cuerpos de animales, y afirmaba que el amor por el arte debía de ser muy profundo para vivir entre charcos de sangre. Todo en Bonheur me parecía admirable y lleno de contradicciones interesantes, pero los centenares de cuadros a los que tenía acceso no hacían sino aumentar mi rechazo: los modelos, las paletas y los escenarios, eran, a mi parecer, una construcción blanda y complaciente. Todo cambió cuando me topé con una enorme oveja lanuda. La humanidad del animal es tan evidente que no ha de remarcarse, porque lo que aquí se impone es la propia pintura y la personalidad compleja y contundente de Rosa Bonheur, que brilla también en las zonas oscuras. Hay un gusto exquisito en la elección de la paleta y en la manera en que se ha colocado la materia sobre la superficie del lienzo. Después llegaron los apuntes de cabezas de ciervas y el cabrón tumbado en la hierba, donde la firma se reduce a una R y una B rascadas austeramente con la punta del mango del pincel.

¿Para qué pintamos? ¿Para quién lo hacemos?, pienso después de intentar entender la relación que Bonheur estableció con su obra. Después me permito soñar con una ruta llena de obras de mujeres, en la existencia de un sentimiento que haga comulgar almas dispares durante la contemplación, también, de nuestro trabajo.

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